Caleb Schwab tenía 10 años cuando se subió a la atracción llamada Verrückt, que significa “loco” en alemán. Los detalles de lo que sucedió tras el accidente con el parque acuático ubicado en Kansas, Estados Unidos
Es pleno verano en Kansas City. Los chicos están de vacaciones escolares en pleno agosto. El parque acuático Schlitterbahn Waterpark Kansas City vibra con los chillidos de la multitud y el rumor omnipresente del agua corriendo por sus atracciones. Se huele el cloro antes de entrar y a cada paso el concreto quema bajo los pies descalzos. Es domingo, siete de agosto de 2016. Para la familia Schwab, hay promesas de risas, deslizamientos y esa libertad de los veranos. “Nunca pensamos que ese día no tendría regreso. Lo que debía ser una jornada de felicidad, terminó en algo que ninguna familia debería experimentar jamás”, recuerda más tarde, con la voz quebrada, Scott Schwab, el padre de Caleb.
En apenas horas, el parque se vuelve otro. Un niño de diez años, hijo del legislador Scott Schwab, muere en la atracción acuática más alta y veloz del mundo. Ya no habrá bullicio, ni carreras, ni filas.
La apuesta gigantesca de Kansas City
Quienes lo miraban desde la lejanía pensaban que este tobogán era un truco imposible. Con 51 metros de altura, el equivalente a un edificio de 17 pisos, y una pendiente que sobrepasaba los 60 grados, el tobogán nacía de las obsesiones de un hombre: Jeff Henry, el magnate y visionario detrás de la cadena Schlitterbahn.
La promesa de Henry, un tejano de voz grave y temperamento intempestivo, era revolucionar la industria de los parques acuáticos. Verrückt (loco en alemán) debía ser una especie de Everest artificial. No importaban las advertencias de algunos ingenieros. Jeff cruzó los planos y las ideas por encima del manual. “Seremos los primeros. Nadie podrá mirar esta estructura y no querer probarla”, repitió durante las interminables sesiones de planificación.
La inauguración oficial, ya postergada varias veces por problemas técnicos, llegó en julio de 2014. Pocas semanas bastaron para que Verrückt se convirtiera en leyenda urbana, hazaña y, para muchos, una provocación ineludible. Los requisitos eran claros: los pasajeros debían medir al menos 1,37 metros y el trineo, que transportaba tres personas, no podía superar los 245 kilos. La seguridad consistía en cinturones de velcro y una red tubular de nylon que cubría la última parte del trayecto, ese segundo salto vertical que parecía desafiar toda lógica.
Un nombre escrito en mayúsculas
Caleb Schwab era el segundo hijo de Scott y Michele Schwab. El niño tenía esa energía eléctrica de quienes no saben reservarse nada para después. En la iglesia, en el colegio, en la piscina, su risa dejaba huellas. Cuando cumplió diez años, pidió solo una cosa: un día completo en el parque acuático con su familia.
En las imágenes familiares, Caleb va delante, los pies aún mojados, los brazos agitando el aire. Esa mañana de agosto, el parque ofrecía entrada libre para los legisladores estatales y sus familias, una cortesía que ya se había vuelto tradición. “Como padre siempre buscas que tus hijos estén bien, pero a veces el mundo no ofrece protección”, confesó Scott, meses después. Antes de las diez de la mañana, la familia cruzó el umbral del parque. A esa hora, los niños ya estaban haciendo planes y el Verrückt era la joya prometida de la corona.
Un trayecto en ascenso
El acceso a Verrückt imponía un primer reto: subir 264 escalones de estructura metálica a pleno sol del mediodía. La fila serpenteaba lento, apenas protegida por un toldo improvisado. “¿Están seguros?”, preguntó Michele Schwab, mientras Caleb y su hermano miraban hacia la cima y la escalera temblaba bajo pies impacientes. Scott Schwab sonrió e hizo un gesto de aprobación. Lo demás fue un sí colectivo.

